Pobre viejo
I
En una covacha,
de las últimas casa del pueblo.
de sucias paredes
negras ya por el humo y el tiempo
un pobre ancianito,
postrado en el lecho,
aguardaba tranquilo el instante
de que Dios lo acogiera en su
seno.
Allí en su camastro,
entre sucios harapos revuelto,
sin que nadie viniera a
prestarle
el sagrado calor de un consuelo,
pasaba solito
los días enteros,
con el santo rosario en las
manos
y la tierna plegaria en el
pecho.
¡Que noches mas largas
para el pobre viejo!.
¡Que pesadas corrían las horas
en aquel miserable aposento!
sin más compañía
que un mar de recuerdos
que a la mente del viejo
llegaban
confusos, revueltos…
II
¿Por qué se pasaban
los días enteros
sin pisar en la sucia covacha
los hijos del viejo?.
¿Por qué no venían
a ver al enfermo
cuando el viejo, con llanto en los ojos,
clamaba por ellos?...
Nadie pudo saber el motivo
de aquel aislamiento.
Contaba la gente,
que a principio de aquel crudo invierno,
cuando ya no pudo
trabajar el viejo,
cuando el cuerpo negose a la lucha
de ganar el diario sustento,
pensaron los hijos
de común acuerdo,
enviar a su padre a un asilo
y librarse de gastos y pesos.
Negose el anciano
a salir para siempre del
pueblo
y entonces los hijos
sin prestar atención a sus
ruegos,
alli le dejaron
sin recursos, solito y enfermo
hasta ver si “cambiaba de
ideas,
cambiando los tiempos”
III
Por fin, una tarde,
cuando ya supieron
que el anciano llevaba unos
días
sin querer recibir alimento,
uno de los hijos,
el que dio más pesares al
viejo,
llegó hasta el camastro
con el rostro terrible,
siniestro…
-- ¿Que
tíe usté la peste,
pa llamar tan aprisa y corriendo?...
¡No se acaba lo malo tan
pronto,
ni se muere la gente tan presto!....
Oyó el viejecito
las palabras del hijo altanero
y cruzando sus pálidas manos
dirigió sus miradas al cielo,
yo no se si pidiendo castigo
o perdón para el hijo soberbio…
¡Sabe Dios lo que pudo pedirle
en su muda plegaria el enfermo!...
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Recobró el anciano
su rostro sereno;
de sus ojos brotaron
temblonas,
silenciosas, dos perlas de
fuego;
tendió sus miradas
al hijo perverso,
y entre tiernos sollozos, le
dijo,
con debil acento:
-¡No me dejes solo,
hijo mio, que no estoy na güeno;
que las fuerzas se van acaband
y el ajogo más grande va siendo;
y parece que quiere la vida
a peazos salirse del cuerpo!
¡Quédate esta noche
velando mi sueño!...
¡No te vayas, por Dios, hijo
mio,
que no estoy na güeno!...
Y aquel hijo infame,
sin prestar atención a sus
ruegos,
se alejo murmurando entre
dientes:
¡manías de viejo!...
IV
cuando fueron a ver al
enfermo,
encontraron su frio cadaver
entre sucios harapos revuelto.
Tenía los ojos
vidrisos, abiertos…y
entreabiertos sus pálidos labios,
como labios que esperan un beso.
Guardaba en sus manos
al fiel compañero
de toda su vida:
un rosario gastado y mugriento…
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Aquella mañana
de luto y de duelo,
en que el viejo murió sin
llevarse
de sus hijos el último beso,
no lució sus ropajes la
Aurora,
ni el Sol sus destellos,
ni brilló la justicia en la
tierra,
pero si la venganza del cielo…
Eugenio Yébenes-Sep.1912